Mercado de vidas humanas

Mercado de vidas humanas


            Cualquier programa de televisión, aunque también se da en la radio pero en menor medida, ofrece continuamente la imagen de esos seres desgarrados y excéntricos -como el título de un excelente libro de Juan Manuel de Prada hablando de otras cuestiones más literarias y menos indignas-, que venden su intimidad, su dolor, su tragedia, a veces, o su simple impudicia, para narrar con todo lujo de detalles sus intimidades, sus vergüenzas, sus procacidades, en muchas ocasiones, en una demostración evidente de su propia y absoluta falta de respeto por sí mismos y la carencia de autocrítica que le impediría, en caso de tenerlos, recurrir a esos medios para contar por unos cuantos euros lo que sólo debería permanecer en su más estricta intimidad.

             Lo más indignante de todo esto y lo que produce mayor vergüenza a cualquier espectador con un mínimo de sensibilidad y decencia, no es la narración detallada y minuciosa de los hechos, todos ellos de tipo sexual en la mayoría de los casos y que rayan en la mera pornografía en ocasiones -y que,  de forma involuntaria del narrador de sus miserias, muestran implícitamente la tragedia que se esconde detrás de esos seres que han perdido su propia dignidad, si alguna vez la tuvieron, y se prestan, por una mayor o menor suma de dinero, a mostrarse en público en toda su desnudez-, lo peor de todo y lo más vergonzoso es ver las burlas, escarnio, humillaciones e insultos que los tertulianos casposos, más o menos titulados en Periodismo, los menos; pero con poca vergüenza todos ellos, les dirigen a quienes se sientan en un sillón de esos programas-basura. Este calificativo de tales espacios televisivo les es apropiado  porque son, simplemente, el reflejo de una sociedad enmierdada que busca solazarse con esos programas convertidos en auténticos escenarios en los que la vileza, la indignidad y el más absoluto desprecio hacia el ser humano se ve en todas sus gradaciones; pero se hace más evidente en quienes entrevistan que en quienes se prestan a ser humillados y envilecidos, por necesidad económica o por simple vanidad para salir en la televisión y hacerse así conocido/a, aunque tenga que pagar un precio demasiado alto por ello, a pesar de ser quien cobra.
El evidente complejo de superioridad imaginario de los que cobran por ser "comentaristas" en programas semejantes y que están en la memoria de todos, les hace tratar a los entrevistados —aunque la calificación que deberían tener es de "linchados", al menos moralmente-, se manifiesta en el absoluto desprecio, injurias, maltrato psicológico, descalificaciones e insultos, por saberse seguros de que están en "su programa", y que tienen detrás la cadena y la productora de televisión que les pagan y les cubren las espaldas. Esa seguridad les hace sacar lo peor de sí mismos, y convertir al pobre desgraciado que va a contar sus experiencias, amores y desamores, con tal o cual famoso/a, en meros muñecos de feria a los que poder disparar, sea mujer u hombre, aunque especialmente se ensañan con las mujeres, sin el menor respeto y con la mayor indignidad. Todos los que se sienten superiores moral o intelectualmente como para juzgar a los que van de víctimas propiciatorias, se olvidan de que, si los invitados van a vender su mierda existencial, ellos comen de la misma y, por lo tanto, son coprófagos, lo que no es insulto, sino una calificación adecuada al caso.
Muchas veces dan pena los linchados televisivamente al ver el trato que reciben por parte de quienes no son mejores que ellos, moralmente hablando, si es que hubiera que hacer una valoración de cada uno de los implicados en dichos programas. Y si hay alguna cadena que se especializa en estos linchamientos públicos, llamados programas del corazón, es Tele 5, y así le va de audiencia, sobre todo en programas como Sálvame, Enemigos íntimos y, anteriormente, Aquí hay tomate, Salsa rosa, etc,. que baten todos los récords de audiencia. Esto es muy preocupante, porque demuestra que el ser humano, en su gran mayoría, es decir el conjunto de espectadores fans de tales engendros necesita ver cómo se machaca a alguien públicamente para sentirse mejor dentro de su propia piel y así compensar sus propias frustraciones y complejos.
Por la descompensación entre el número de los atacantes y el de atacados, que suele ser sólo uno, y la sensación de indefensión, soledad, desconocimiento del medio y de autoestima del entrevistado -que de tenerla le obligaría a levantarse del sillón y marcharse, pero sin posterior retorno, como única vía de defensa y de dignidad, es repugnante ver a esa jauría de impresentables que viven de las miserias ajenas —y entre los que se cuentan los directivos de las propias cadenas y de las productoras-, despedazando psicológicamente a quien se les pone a tiro, lo que dan ganas a cualquier espectador ocasional que asiste estupefacto a tal espectáculo bochornoso, a convertir el mando a distancia en un arma de rayos láser y pulverizar a ese corro de indeseables y cobardes que dirigen toda su mala baba, toda su propia rabia y cobardía de mercenarios de la telebasura, contra una presa tan fácil que, por haber vendido su intimidad escabrosa, cierta o falsa, se ve convertida en un muñeco de trapo al que todos apalean, cobarde y vilmente.
Esto no es una defensa de quienes van a contar sus miserias y sus intimidades a cambio de dinero, aunque detrás de muchos de ellos se esconden verdaderas tragedias que son las que no cuentan, precisamente. Es una reflexión sobre este fenómeno social, porque detrás de esas vidas rotas, en la mayoría de ocasiones, que venden lo más preciado que tiene cada persona que es la propia intimidad, bien por una necesidad apremiante, en algunos casos, porque no tienen nada más que vender, o incluso por simple vanidad y deseo ser protagonista por un día de sus vidas de las que se sienten muchas veces ajenos y extraños, no les da derecho a quienes les hacen las preguntas a convertirlos en auténticos monigotes de los que burlarse y a los que humillar y vejar públicamente, en un escarnio feroz que demuestra la catadura moral de los juzgadores, de sus patrocinadores y hasta del público que se divierte con semejante linchamiento.
El problema radica en que, con la excusa de que ha vendido sus miserias, se considere que en el precio pagado por ello, siempre mísero si la persona no es conocida o poderosa, está incluido el salvoconducto de quienes no son mejores que la víctima del linchamiento y la única diferencia que existe es que son más, actúan en grupo, con prepotencia y ensañamiento, sabiendo que mientras más se le falte el respeto debido a todo ser humano por el simple hecho de serlo, más subirá la audiencia, el caché de los que actúan de verdugos y, por lo tanto, les servirá para que la cadena de televisión y la productora consiguiente sigan contando con los servicios de quien demuestre mayor ferocidad en el ataque, más desvergüenza en la provocación y más dureza en el insulto.


El verdadero mal no está tanto en quien se presta a mostrar su intimidad, o parte de ella, públicamente, lo que puede ser reprobable, sino en quienes pagan a los matarifes para que hagan su sucio trabajo que son los mismos que le pagan a la víctima del linchamiento público para que cuente sus historias. Y, sobre todo, el mal está en una sociedad vacía de valores, en perpetua crisis, que necesita cada vez más aumentar la dosis de adrenalina, de olor a sangre fresca, aunque sea virtual, y necesita contemplar un nuevo episodio de acoso y derribo del más débil, ignorante, vulnerable y torpe, porque en esas escena de violencia psicológica, de humillación, llantos y vergüenza, sobre todo si son mujeres, esos mismos espectadores sacian su sed de venganza de sus propios fracasos; de compensación de sus frustraciones y de comparación ventajosa de sus propios complejos.

La sociedad es el problema de la que los demás actores son una parte visible, la punta del iceberg que asoma por encima del agua. Lo que no se ve, lo que está oculto en el fondo de esta sociedad, es lo verdaderamente peligroso, enfermo, sucio y patológico; y no es otra cosa que la propia naturaleza del ser humano que, ahora más que nunca, tiene armas para agredir, maltratar y humillar a sus semejantes de forma limpia, cómoda y segura, pero usadas por manos ajenas, en un espectáculo televisado y visto desde la comodidad de cada hogar, desde el que millones de ojos de ciudadanos normales, honrados y pacíficos, contemplan entusiasmados la masacre incruenta de una víctima más de los imperativos de la audiencia, mientras mastican divertidos el último trozo de cena sin que se les indigeste o les de ganas de vomitar ante tanta inmundicia, quizás porque todo es igual a todo y goza de la misma y nauseabunda naturaleza.

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