Otra víctima más de los reality show
Por Ana Alejandre
![]() |
La victima y el homicida |
La peligrosidad que suponen los reality show para los propios participantes es demasiado conocida,
ya que se cumplen en estos espectáculos televisivos el viejo refrán que afirma
que “el que juega con fuego termina quemándose”. Y lo peor, en estos casos, es
que quien enciende el fuego es la misma persona que termina siendo devorada por
las llamas que provocó.
En
el caso que ahora se comenta, la víctima es una joven de 19 años, Ruth Talías
Sayas, que murió asesinada por su novio, después de participar en un programa
llamado “El valor de la verdad”, de una cadena de televisión peruana, aunque
mejor sería decir “el precio de la verdad”, ya que una cosa es el valor
intrínseco de algo y, otra, es el precio de aquello que se compra en el
mercado, por lo que no son sinónimos casi nunca dichos conceptos. Este programa es similar al de Tele 5, "El juego de tu vida".
El
asesinato se produjo al revelar la víctima en dicho programa, el pasado día 7
de julio, que había ejercido la prostitución en algunas ocasiones, en presencia
de sus atónitos padres que desconocían tal hecho y de su ex novio que asistía
como invitado al estudio y que permaneció impasible oyendo las declaraciones de
su ex pareja, que ganó en dicho programa 15.000 soles, equivalentes a 5.680
dólares. En este espacio televisivo los concursantes responden a preguntas
sobre su intimidad personal y la veracidad de sus respuestas la decide un
polígrafo, al que anteriormente se han visto sometidos en un acto previo al
programa.
Dos
meses más tarde de realizar dichas declaraciones ante las cámaras, la familia
de la joven denunció ante la misma cadena de televisión la desaparición de la
joven, lo que sucedió el pasado 11 de septiembre, señalando al ex novio como
posible autor de dicha desaparición por las muchas llamadas que había recibido
la joven antes de desaparecer. El sábado 22 de dicho mes, su ex pareja confesó
haberla asesinado y señaló a la policía el lugar donde la había enterrado: un
cerro de Jimacarca, en las afueras del este de Lima y en el que apareció
sepultada bajo cemento y piedras.
Los
hecho tuvieron lugar cuando el asesino,
Bryan Romero, la invitó al cumpleaños de su madre (del homicida) y allí la drogó, violó y estranguló. Parece ser que el motivo del asesinato fue que no le quiso dar la víctima la cantidad pactada entre ambos que ya no eran pareja y sólo hicieron el papel antes las cámaras, previo acuerdo de repartirse lo ganado en un porcentaje determinado.
Bryan Romero, la invitó al cumpleaños de su madre (del homicida) y allí la drogó, violó y estranguló. Parece ser que el motivo del asesinato fue que no le quiso dar la víctima la cantidad pactada entre ambos que ya no eran pareja y sólo hicieron el papel antes las cámaras, previo acuerdo de repartirse lo ganado en un porcentaje determinado.
Este
caso que ha conmocionado a la opinión pública peruana, ha recordado también lo
sucedido en Colombia con otro programa similar llamado “Nada más que la
verdad”, que produjo un aluvión de críticas por lo que fue retirado de la
emisión, en 2007, a raíz de que una participante declaró ante las cámaras que
había contratado a unos sicarios para matar a una pareja.
Todo
esto pone de manifiesto, una vez más, que la privacidad, la vida íntima y
personal de cada uno cuando se vende ante las cámaras por un puñado de dinero,
más o menos alto, es como encender la mecha de un explosivo, por lo que éste
detonará antes o después, pero lo hará seguro, trayendo problemas graves a
quienes por necesidad económica, deseos de notoriedad, vanidad, o simple
codicia, se prestan a contar sus miserias ante una cámara de televisión. Ponen
así en las manos de otros, propios o extraños, una arma poderosísima como es la
propia vida, con sus luces y sombras, que puede ser usada siempre contra quien
la expone por un puñado de dinero ante la ávida mirada, la morbosidad y curiosidad ajena que no siempre es inocente ni
bienintencionada, y puede hacer pagar caro a quien vende sus vergüenzas, sus
secretos personales y todo aquello que conforma la intimidad, la zona reservada
que todo ser humano quiere y debe tener
para preservarla de las miradas ajenas, porque sólo de esa forma puede
considerarse que es eso, la vida privada, la misma que cuando se hace pública
hiere quien la expone, a sus allegados y quienes forman su círculo familiar y
amistoso.
Naturalmente, no se puede echar la culpa a las cadenas de
televisión de tales hechos de tintes trágicos, pero quien pone al alcance de
otros una arma cargada, aunque no la dispare, si es también corresponsable de
tales resultados funestos, porque con su oferta de convertir cualquier vida,
por anónima que sea, en una mero espectáculo de mejor o peor gusto, aunque
suele ser mayoritariamente de mal gusto y escabrosidad, pone en peligro la vida
de quienes por ser demasiado confiados,
por acuciante necesidad, o por ser excesivamente codiciosos y tener poco
criterio y sentido del pudor, se convierten así en marionetas a las que les es
muy difícil, casi imposible, resistir la tentación que supone vender su vida y
poner al descubierto sus más turbios secretos, ante la posibilidad siempre
engañosa de llevarse una importante cantidad de dinero; pero sin tener en
cuenta que, por muy alta que ésta fuera, nunca le compensará los muchos
problemas, sinsabores, disgustos, pérdida de respetabilidad, y demérito que
sufrirá ante sus allegados cuando empiecen a saber todo aquello que debió quedar
siempre oculto y que termina, al conocerse
públicamente, por romper relaciones sentimentales, matrimonios, familias y
amistades, cuando no se rompe la propia vida de quien se vendió sin darse
cuenta de que si el ser humano pierde su propia intimidad, su vida privada que
debe cuidar con sumo celo, se está vendiendo y perdiendo a sí mismo, su propia
dignidad, el respeto de los demás y, a consecuencia de ello, se ha vendido a sí
mismo.
Lo
peor de todo es que eso le ha servido para convertirse en pasto de todas las
murmuraciones, sospechas, insinuaciones y maledicencia que no tendrá ya fin,
porque una vez que un secreto se desvela, por nimio que sea, la rumorología, la
malevolencia ajena hará que a ese secreto desvelado se sumen otros muchos
inventados a los que nadie podrá desmentir y aclarar, ya que la yesca que ha encendido la madera seca de la
insidia, del deseo insaciable de buscar víctimas de la murmuración, fue
accionada por la propia víctima de su deshonra, de su pérdida de respeto por
parte de los demás, de su irremediable sentencia al deshonor y a ser apuntado
por el dedo acusador de la “opinión pública”, siempre más dispuesta a señalar
los vicios que las virtudes, los defectos que las cualidades; sobre todo cuando
quien ha confesado haber cometido
algunos fallos en su vida, lo único que le ha dado son argumentos para que lo
lapiden con el desprecio, la acusación de los hechos cometidos y otros
inventados y la pérdida absoluta de respetabilidad.
Sin
llegar a los extremos que ilustran el caso antes citado, hay que admitir que
mal negocio hace quien se expone a ese monstruo de mil cabezas al que llamamos
“opinión pública”, para tratar de contar los hechos de los que no se siente
especialmente orgulloso quien los relata y que nunca deberían salir de la
privacidad y, si se cuentan a los allegados, a quienes se les debe una
explicación o una confesión, ésta sea sin cámaras y sin más testigos que
quienes están unidos por lazos de afecto, de cariño y de lealtad.
Todo
lo demás es un suicidio que, antes o después, se consumará, con la voluntad o
no de quien ha vendido su intimidad por un puñado de dinero, el que no le
resarcirá nunca de haber perdido su propia dignidad y respeto a sí mismo que se
quebró el mismo día que se puso ante unas cámaras de cualquier reality show para convertirse en un
bufón que divierta a la mayoría de los
espectadores con sus confesiones, mientras más escabrosas y morbosas sean, mejor.
Cuando termina el programa es cuando empieza la verdadera función para quien se
ha sentido protagonista por un momento, creyendo que la función ha acabado cuando se apagan las
cámaras, porque a partir de entonces es cuando empieza, verdaderamente, el espectáculo, el juicio
popular, del que será siempre acusado y reo sin ningún derecho a ser defendido,
escuchado y, mucho menos, declarado inocente.